Ángela no suele pasarse la parada de metro. Ha desarrollado un sistema de alerta que se activa automáticamente al llegar a su destino, como cuando te despiertas cinco minutos antes de la hora porque tu cuerpo ya ha aprendido la rutina.

En otras ocasiones, podría haberse encontrado perdida entre las páginas de un libro, escuchando música, respondiendo un correo electrónico o todo a la vez, pero ahora no estaba haciendo nada. Bueno, quizás sólo se había enredado un poco en sus pensamientos… Eso no le impidió leer el nombre de la parada en la que debía hacer trasbordo, sin embargo, no reaccionó hasta que las puertas se cerraron. Así que echó un vistazo al plano del metro y decidió que, aunque le supusiera un par de paradas más, seguiría en la misma línea y se cambiaría más adelante.

Es curioso cómo el destino juega con el tiempo y el espacio y con todas las dimensiones posibles para hacer coincidir a dos personas en un “aquí” y un “ahora”. Salió del tren arropada por una marabunta de gente que también había considerado oportuno apearse en ese momento y, mientras se concentraba en seguir las flechas, sus ojos se posaron sobre el chico que caminaba en dirección contraria. Siguió avanzando, como si no hubiera ocurrido nada, como si no le temblaran las piernas y el corazón no se le fuera a salir por la boca. Era él, claro que era él. También la había visto y, cuando sus caminos se cruzaron, fue como si alguien hubiera pulsado el botón de cámara lenta. Entonces, Ángela sintió a toda intensidad las milésimas de segundo que duró el flash. Notó el peso de su mirada sobre sus ojos, la sutil corriente de aire que les envolvió por un instante y el aroma que dejó a  su paso. Y nada más, ninguno de los dos hizo nada más que seguir su rumbo. A los ojos de quien hubiera presenciado la escena, Ángela y Mikel eran dos desconocidos.

Nada más lejos de la realidad.